Carlos Ortíz
“Es de bien nacidos ser agradecidos”, diría un amigo mío.
Y viéndolo bien, el dicho tiene mucha razón: agradecer es una actitud que atrae la simpatía de aquellos que nos han hecho un bien y de esta manera son reconocidos por nosotros, pero también es signo de empatía, nos ponemos en el lugar de los demás y demostramos que somos conscientes del esfuerzo que han hecho para agradarnos.
En mi familia, todos los mayores tenían la costumbre de enseñar a los niños a agradecer. Después de que el pequeño obtenía lo solicitado, una voz desbordante de autoridad demandaba: “¿Cómo se dice?”, una frase que fuimos aprendiendo conforme crecíamos, con su consabida respuesta: “gracias mamá” o “gracias abuelito”, según el caso y que ahora nosotros aplicamos a nuestros pequeños.
¿Por qué insistimos en que los infantes agradezcan?
Porque es parte fundamental de la educación recibida en el seno familiar y en ella se ven involucrados todos los parientes, un comportamiento muy común en nuestro país.
Pero, además, significa un acto de justicia: dar a cada quien lo que merece.
Pienso en una situación muy simple: todos en la vida hemos recibido alguna invitación a una fiesta, y, no importando la sencillez o el lujo del festejo, podemos darnos cuenta del gasto hecho por el anfitrión, quien se ha esmerado en atender a sus convidados del mejor modo posible con tal de hacerlos sentir cómodos.
Imaginemos que después de comer, beber, bailar y pasar una tarde agradable, los invitados se retiraran al mismo tiempo sin despedirse del homenajeado.
¿Qué pasará por la cabeza de quien así se ha afanado para que la gente estuviera a gusto?
Por supuesto que se sentiría decepcionado y hubiera querido nunca haber organizado nada para personas tan ingratas y desconsideradas. Caso contrario, supongamos que declina la fiesta y todos se van despidiendo y dando las gracias al festejado, que, por supuesto, se siente satisfecho y contento por el éxito de su evento. Qué diferencia, ¿verdad?
Pues por elemental que parezca, se está olvidando esta básica regla de urbanidad.
A veces encontramos individuos que se imaginan que, por el hecho de existir, merecen todo en la vida, dándose ínfulas de grandes señores o señoras. Se les olvida que hace mucho superamos la época de la esclavitud y que todos somos iguales, seres humanos con derechos y obligaciones que desempeñamos distintos roles, oficios y profesiones, pero que necesitamos unos de otros para subsistir.
Recuerdo que en un curso el ponente decía: todos tenemos que comer para vivir, pero no todos nos dedicamos a trabajar en el campo, sin embargo, si no hubiera quien lo hiciera no llegaría el alimento a nuestras mesas.
Y así, podemos hablar de muchos otros servicios y de gente como nosotros que se dedica a ellos: el que nos atiende en el restaurante, el que limpia vidrios, quien bolea zapatos, el que lava coches, la persona que ayuda a las labores de la casa y que en incontables ocasiones se convierte en miembro indispensable del hogar, el que barre las calles, el que está detrás de un mostrador, en fin, todos, seres humanos que merecen nuestro respeto y consideración y, por lo tanto, nuestro agradecimiento, no sólo porque sin ellos tendríamos nosotros que convertirnos en todólogos, sino porque son personas que realizan un trabajo para bien de su comunidad.
Pero también volteemos a ver a nuestras propias familias, ¿agradecemos a nuestros padres por haberse desgastado para hacernos hombres y mujeres de bien?, ¿los apoyamos en su vejez?, ¿los tratamos con paciencia y amor?
Recuerdo una anécdota respecto a la gratitud hacia los padres y el buen ejemplo que siempre hay que dar a los niños: un hombre había llevado a su padre a vivir a su casa. Como ya era anciano, había perdido muchas habilidades y se había vuelto torpe. Ya era molesto, por eso lo exiliaron a una mesa aparte para no verlo comer. Y para evitar que rompiera más platos, el hombre decidió darle un tazón de madera. Su pequeño hijo, que había observado el proceder de su padre con el abuelo, un día se pone a jugar con unos trozos de madera; el hombre, extrañado, le preguntó qué era lo que hacía “voy a hacer un tazón de madera para que tú comas cuando seas viejo”.
Por supuesto, aquel hombre, arrepentido, pide a su propio padre que vuelva a sentarse con ellos a la mesa.
Agradezcamos a todos con palabras y actitudes lo que hacen por nosotros, y a Dios porque cada día nos brinda una nueva oportunidad para ser agradecidos.
| Fuente: Catholic.Net